Venados, gamos y cochinos, ii

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Checa, Guadalajara, a 1 de Noviembre de 2017.

Ha amanecido limpísimo y despejado este Día de Difuntos. Por aquello de hacer las cosas como han de hacerse, nos hemos levantado para desayunar a las nueve de la mañana. No es que haya prisa de ningún tipo; hemos dormido muy bien, aunque en exceso cerca del campanario de la iglesia del pueblo, creo, y nuestros amigos comenzarán a llegar a eso del mediodía. De todos modos, como hay que cambiar de habitación hoy mismo, preferimos facilitarle el asunto a Veronika y, en mi caso al menos, retomar la costumbre de madrugar ligeramente. Alejandro es pájaro mañanero, por lo que no le cuesta demasiado trabajo tirarse de la cama mientras escuchamos la monserga de las noticias políticas, centrada como es lógico en el desastre catalán.

Un buen desayuno salado y un par de tazas de té después, salimos a dar un breve paseo matutino, que no hace sino confirmar la impresión que el pueblo me causó ayer con bastante menos luz. Nos sentamos a charlar apaciblemente en la terraza del hotel cuando Veronika nos confirma que nuestra nueva habitación ya está lista. Subimos y colocamos mal que bien nuestras numerosas pertenencias. Acabo de comprarme un magnífico pantalón Hillman para esperas, acolchado pero ligero y cómodo, que complemento con ropa interior térmica de la misma marca y que puede vestirse también en plan forro polar exterior. Es muy cálida y cuenta con hilos de plata y carbón activo para evitar la acumulación de malos olores. Como siempre, Alejandro solamente trabaja con magníficos artículos en su tienda; es una gran ventaja contar con un experto como él a la hora de completar el vestuario para cazar, sin duda. Un colosal tres cuartos con idéntico camuflaje y similares propiedades aguarda en mi armario por si llego a necesitarlo. Una docena de flechas nuevas, emplumadas diestramente por mi amigo y regalo de mi querida gata bandolera, esperan ansiosas su turno para hendir el aire, para llevar la muerte al corazón de la presa. En la penumbra de la habitación, relucen malévolas las puntas de caza.

Poco después de que acabemos de ordenar nuestro equipaje, llega Juancho, acompañado de Alejandro, guarda de la finca en la que cazaremos e inestimable colaborador de Sierra de la Madera. Es un hombre de mediana edad, muy castellano, muy callado, muy eficaz. Se mantiene siempre en segundo plano y está continuamente atento a cualquier detalle que se les pueda escapar a sus jefes. Encargado de mantener los puestos del coto en perfecto estado de revista, de su trabajo depende en gran parte que logremos el éxito o no durante las esperas. Junto a ambos viaja Rufo, un precioso sabueso de Baviera, tranquilote y simpático, que ayudará en el rastreo de las piezas si se da la circunstancia. No le oiré ladrar ni una sola vez durante toda nuestra estancia, ni siquiera en los momentos de mayor excitación, lo que para mi es del todo impresionante: adoro a los perros silenciosos, rara avis, claro está.

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Tras los saludos iniciales, aparecen un par de coches más en los que viajan nuestros amigos vascos: Jorge y Alberto Amador; los Pozuelo, Aitor «Wild Turkey» y Rufino, padre e hijo, y José Ortega Subirana, logroñés de pro. Jorge Amador viene, entre otras cosas, a presentarnos artículos de la firma Kuiu, para la cual trabaja, y José Ortega nos mostrará sus artículos en cuero español, primorosamente cosidos y libres de cromo durante su curado. Aitor y Rufino vienen nada más y nada menos que a cazar apasionadamente, como debe ser. Es un placer contemplar a padre e hijo unidos en idéntico afán, disfrutando de las mismas cosas y fortaleciendo su mutua relación a base de momentos camperos y cinegéticos como los que vamos a vivir.

Un par de cervezas, nos sentamos a comer y rápidamente salimos hacia el monte. Es tarde, son ya casi las dos, de manera que poca cosa podremos hacer antes de que caiga la luz, pero eso no es obstáculo para nuestras ganas de campo. Subimos a los coches y enfilamos hacia las afueras del pueblo. Nuestro destino se halla a escasos kilómetros de la población; llegaremos en pocos minutos.

Al tomar las pistas forestales que se adentran en el coto, avanzamos levantando una enorme nube de polvo. La atroz sequía que estamos atravesando también deja ver su reseca mano aquí, pese a la gran cantidad de agua que atesora esta zona, tanto por cuestiones hidrográficas como climáticas. A veces, hay que detener el vehículo para mantener una distancia de seguridad con los otros coches que tan solo podemos intuir, tan densa es la polvareda que producimos.

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Pocos minutos después, tras pasar un pequeño puente que salva un riachuelo completamente exhausto, Alejandro y yo bajamos de nuestro vehículo. Comenzaremos a recechar los primeros, mientras Juancho y el guarda van situando al resto de nuestros compañeros en distintos puntos del coto. A nuestra izquierda, un empinado cerro de laderas muy cubiertas, que aloja en su cumbre un espeso bosque de pinos negrales, jaras y sabinas rastreras, estas últimas abundantísimas en la zona y muy típicas de ella. El riachuelo es uno de los límites del coto; podemos cazar en su margen derecha, nunca en su parte izquierda. Mientras bajamos del automóvil, nos llama poderosamente la atención el completo silencio que se percibe a nuestro alrededor. El bosque está muy quieto, muy parado; se diría que nos observase detenidamente, como si estuviera valorando la extraña presencia que lo invade para tomar una decisión con respecto a ella. Le comento mis sensaciones a Juancho y me contesta que él también lo ha notado, que llevan ya varios días así. Ni un solo pájaro rompe el espeso silencio que se alza frente a nosotros. Impresiona de verdad, es imponente; forma parte de la maravillosa sensación de poder vivir el monte, la naturaleza salvaje con todas sus características sin adulterar, sin envilecer de manera alguna.

Echamos a andar por el sendero de la ribera del río y en pocos metros nos desviamos hacia la izquierda para comenzar a tomar altura. El terreno está en condiciones difíciles para el rececho: seco, crujiente y lleno de ramitas quebradizas que traicionan nuestro paso una y otra vez con chasquidos que se nos antojan auténticos cañonazos, tal es el silencio que nos envuelve. Estamos practicando el rececho continuo, de manera que nos movemos con toda la lentitud que podemos lograr, cosa que no resulta tan sencilla como parece: hay que tener un cierto sentido del equilibrio y una buena musculatura en piernas, cintura y caderas para poder avanzar hurtando el cuerpo y con el sigilo y la precisión necesarias, lo que a la larga provoca un cansancio que parece inexplicable, porque no se tiene la sensación de haber hecho un ejercicio físico extenuante. Añadamos el peso de la inevitable mochila y el del arco et voilà, el esfuerzo está servido. Noto lo bien que me viene el gimnasio y lo hecho polvo que tengo el sistema vestibular de mi oído izquierdo; me cuesta un severo esfuerzo mantenerme equilibrado en ciertas zonas; tengo que posar el pie con mucha precaución para no hacer ruido y para no dar con toda mi osamenta en el suelo, pero es lo que hay. No me queda otra que aceptar mis limitaciones y seguir practicando el deporte que amo contra viento y marea.

Al cabo de unos cientos de metros, cambiamos de estrategia: Alejandro se dirigirá hacia la izquierda, tratando de rodear el bosque ceñido a su borde; yo tiraré hacia la derecha para atravesarlo en línea más o menos recta, doblando al final nuevamente hacia la derecha para encontrarnos ambos junto al coche. El viento sopla con suavidad sobre nuestros rostros y seguirá haciéndolo durante el resto de la jornada; por ese lado no tenemos nada que temer.

Sigo ascendiendo muy despacio, deteniéndome cada dos por tres para revisar los alrededores. No llevo los prismáticos, pero en realidad poco jugo les sacaría en un entorno como este. Es un bosque que cada vez se va espesando más, así que hay que estar atento a distinguir una mancha de piel o la punta de un cuerno entre la maleza en vez de otear a largas distancias. El oído juega sin duda un papel igualmente primordial aquí, y, salvando mis queridos acúfenos, que me complican un tanto la vida, lo cierto es que aún me defiendo en ese terreno. Noto a la perfección cómo me martillea el pulso en la sien y procuro no enredar el arco con la maleza que me va rodeando, cada vez más densa.

Algunos mirlos se levantan escandalosamente a mi izquierda  y me sobresaltan, quiéralo o no; por mucho que estés esperando la decisión del bosque sobre tu persona, esa sentencia que siempre acaba por producirse y que siempre contiene idéntico fallo, no es posible dejar de pegar un respingo cuando esta llega. A unos treinta metros frente a mi, unas jaras se agitan varias veces antes de volver a quedarse inmóviles; me agacho muy despacio, tomo una piedra y la lanzo contra ese punto, pero nada sucede. Algún conejo, alguna pequeña criatura del bosque habrá movido la planta; nada cercano a las grandes presas en cuya busca partimos.

Mis pasos me llevan hasta un hermoso claro, tapizado por hierba verde y fresca, fragante. La piso con placer; está mullida y no me devuelve ruido alguno cuando avanzo; así da gusto. Escucho una carrera muy lejana a mi derecha, esta vez sí. Sin duda, un venado rompiendo monte; sea lo que fuere, ni siquiera se ha molestado en ladrar; ha puesto tierra de por medio y se acabó la presente historia.

La luz comienza a bajar con vertiginosa rapidez. Ya estoy muy dentro del bosque que tapiza la cima del cerro en cuyas laderas hemos iniciado la marcha, de manera que las sombras se alargan arteramente a mi alrededor. Me quedo muy quieto, en completo silencio. Hace unos años, me hubiera fumado un pitillo muy a gusto en un momento como este, sin que se me diera una higa el asunto del olor del tabaco, tan placentero me resultaba consumirlo en circunstancias similares a esta: solo, alejado de la vida cotidiana y de sus obligaciones; en lo alto del monte con la única compañía de mi más duro juez y empuñando mi arma favorita, el noble instrumento de guerra y de caza cuyas bellas líneas han marcado mi devenir bajo el cielo desde hace ya más de treinta años como si de una hermosa y fatal mujer se tratase. Reparo entonces en que el arco ha sido una presencia constante a lo largo de mi vida de adulto; me ha acompañado siempre y en todo lugar, me ha abierto puertas a la aventura, a mi propio conocimiento y a la amistad de muchas personas inolvidables y me ha obsequiado con los regalos más maravillosos que he recibido y con las circunstancias más amargas que me ha tocado vivir, profesionalmente hablando. Me ha traído hasta aquí y confío en que aún me lleve mucho más lejos, siempre en pos de esa última frontera que se oculta tras el velo azul de la lejanía que solamente se rasga para el ser humano durante los últimos instantes de su vida. Soy un hombre muy afortunado, no me cabe duda alguna, y así me siento hoy, aquí, ahora.

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Respiro a todo pulmón el aire frío y limpio de esta sierra agreste y despiadada, que ya se agazapa poco a poco en la oscuridad, y mientras doblo hacia mi derecha comienzo el descenso. No quiero quedarme sin luz aquí arriba, porque mi proverbial despiste me ha hecho olvidar la linterna en el pueblo y porque mi pierna derecha aún responde fatal en las bajadas, así que camino ligero y aprieto los dientes: un dolor más o menos no me va a fastidiar el pasodoble, después de todo lo que he sufrido el año pasado. Vamos, un pie detrás del otro, poco a poco, sin miedo.

Voy descendiendo sin demasiados problemas. Bajo la vacilante luz, aún distingo a la perfección la gran cantidad de signos y de huellas de todo tipo que delatan la anhelada y huidiza presencia de nuestras presas. Una auténtica alfombra de excrementos de venado y de gamo, algunos realmente frescos, cubre el suelo; infinidad de pistas de subida y de bajada se cruzan en mi camino, repletas de los pezuñazos que los patas largas dan para tomar impulso en las laderas. Pese a que no he podido ver caza a distancia de tiro, es evidente que este coto hierve de animales; para mi, eso es, en principio, más que suficiente.

Llego el primero al coche, y pocos minutos después lo hace Alejandro. Al igual que yo, ha oído cosas interesantes, pero sin llegar a tener a tiro nada digno de mención. El rececho es, a mi juicio, la forma más noble y emocionante de cazar, pero es compleja y poco productiva salvo contadas excepciones. Bueno, qué más da; monte, caza, buena compañía, arcos y flechas; nada hay que objetar. Quedan por delante muchos días aún.

Al rato, Jorge y Aitor nos cuentan que han visto una pelota de pepas bajando hacia la casona que hay en el centro del coto y han salido tras ellas, pero con idéntico resultado que nosotros; los demás, sin novedad. A los coches y al pueblo; nos esperan unas cervezas frescas -en fin, un te para mí- y una buena cena servida por Veronika. Todos estamos cansados pero con ganas de conversación, como debe ser; la sobremesa se prolonga hasta las once y media o doce, momento en el cual cada mochuelo se va a su olivo. Bien; mañana tenemos que seguir conquistando el monte, de manera que nos retiramos a nuestras habitaciones para soñar con ese venado que brama en la oscuridad mientras nos reta a un encuentro postrero y mortal en el corazón de la espesura.

Nota: Las fotografías de este capítulo son propiedad de Alberto Amador, a quien agradezco desde aquí su gentileza. Un saludo, amigo.

Acerca de Leizael

Abogado, juntaletras, cazador arquero apasionado... y muy poca cosa más, creo.
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