Venados, gamos y cochinos, iii

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Checa, Coto del Villarejo, 2 de noviembre de 2017

Vuelan flechas por todas partes hace ya un rato. Llenan el aire quieto de la soleada mañana alcarreña con zumbidos secos, con ese siseo que tan grato nos es a los cazadores arqueros. Juancho y Pablo han dispuesto ocho o diez dianas de foam a distintas distancias en la pradera que se abre frente al casón que hay en mitad del coto. Las estamos acribillando sin prisa pero sin pausa, probando nuestras habilidades frente a nosotros mismos y frente a los demás. Cuesta siempre un poco arrancarse ante personas a las que no conoces, la verdad, pero es una sensación que se disipa con rapidez  para ser sustituida por un agradable y cálido sentimiento de camaradería dentro del cual me encuentro muy cómodo cuando comienzan a impactar las primeras flechas.  Se cruzan miradas y comentarios entre nosotros, los arqueros; evaluamos el arma, el estilo y la suelta del compañero más cercano; sonreímos y bromeamos, aliviados, al percibir que todos hablamos una lingua franca más sonora y rica que cualquier idioma del mundo, más expresiva que su conjunto: la atávica comunión de la antigua tribu, de los nómadas primitivos que vagaban por la Tierra durante los primeros pasos de una humanidad aún vacilante, con sus armas de guerra y de caza. En momentos como este sientes perfectamente todo el poder del binomio arco y flechas, su magia arcana e indiscutible, su capacidad para eliminar barreras de cualquier tipo entre las personas. Me resultan instantes impagables porque me confirman lo acertado de la elección vital que hice en un día ya muy lejano, recién amanecida mi juventud, elección de la que nunca me he arrepentido.

Y como prueba de ese hechizo que emana de la caza con arco, ayer por la tarde han aparecido nuevos compañeros extranjeros: Hans y Gerard, holandeses, y Bryan padre, Bryan hijo y Phillip, ingleses. Todos ellos tradicionales como nosotros, y ya clientes de la orgánica hace algunos años. No se pierden una y no les duelen prendas para tomar el avión y luego el coche con tal de venir a caza a estas preciosas tierras españolas. Les damos la bienvenida y aprovecho para practicar mi inglés, que todavía mantiene su filo bien cortante, según puedo comprobar.

Se trata hoy de desentumecer músculos y cerebro, de trabajar un poco la coordinación y la memoria muscular, esas dos asignaturas siempre e inevitablemente pendientes en la formación y en la carrera de todo cazador arquero tradicional digno de ese nombre. Hay que calentar un poco, hay que desperezarse y repasar nuevamente las habilidades antes de enfrentarnos a la caza real.  Nos hemos levantado más pronto que ayer, para desayunar a eso de las ocho y media de esta hermosa mañana y salir rápidamente hacia el coto, que urge aprovechar el tiempo. Comeremos aquí en el monte, a base de unos tremendos bocadillos que nos ha preparado Veronika, algo de fruta y un poco de chocolate, ideal para reponer fuerzas y entrar en calor. Circulan las cervezas y yo me agarro a mis botellas de agua como si me fuera la vida en ello… bueno, algo de eso hay, la verdad.

La sobremesa es tranquila, amena. Nos hemos acomodado en sillas plegables y en tocones de madera alrededor de una gran mesa redonda que hemos situado junto a la casona, de la que han salido como por ensalmo los trastos necesarios para la comida. Luego, un buen café caliente, porque pese a que el día es muy luminoso y el cielo está del todo despejado, se adivina el frío que trae consigo la sombra y que sin duda nos alcanzará cuando caiga la luz. Aunque esa bebida tiene sus inconvenientes; es sencillo acomodarse y dejarse ganar por el suave sopor de estas horas del día y por el cansancio acumulado debido a las pocas horas dormidas. Resultaría peligrosamente fácil quedarse tan traspuesto que ni la misma Reina de Saba, famosa por su sensualidad y belleza, fuera capaz de hacernos levantar de nuestras sillas.

De manera que sobre las tres de la tarde Juancho da la orden de marcha. Ya del todo equipados para el aguardo, saltamos a los coches que nos irán dejando en los puestos poco a poco. Subo a la pickup de Juancho junto con Alejandro y con Brian hijo. Iniciamos la marcha a través del hermoso coto para dejar a Brian en la misma cuerda de la sierra que lo domina. Allí, en un tree-stand colocado a cuatro metros de altura, aguardará nuestro joven amigo inglés. Leñador de profesión, tiene una técnica muy depurada y una suelta limpísima, y llegados a su puesto trepa al árbol con un facilidad digna de envidia. Desaparece entre las ramas y le deseamos suerte. Ahora me colocaré yo, y Alejandro seguirá camino con Juancho para bajarse el último del todoterreno.

Llegamos a un pequeño valle por cuyo centro discurre una pista en bastante buen estado. Súbitamente, distingo el puesto a mi derecha: se abre sobre el centro del valle y apuntando a un pequeño claro entre las jaras, donde se distingue una gran mancha de harina. Juancho se baja conmigo armado de un azadón, porque el puesto está situado en una de las laderas del valle y conviene hacer una pequeña plataforma para que la silla se mantenga recta sobre el suelo a la hora de sentarse. Cargo con una silla plegable que tiene respaldo, porque necesito sujetarme la espalda con algo. Cosas de la edad.

Aplanada la zona, planto la silla y me despido sigilosamente de Juancho, que me levanta un pulgar en señal de suerte. Me acomodo con tranquilidad y comienzo a inspeccionar el puesto y sus alrededores. Estoy situado a unos veinte metros del comedero, que puedo ver a través de una oquedad abierta en el armazón de ramas cortadas que camuflan el apostadero. Dos ramas más gruesas que el resto bajan en diagonal y dejan un espacio entre sí más que suficiente para ver; toca comprobar si se puede apuntar y tirar a su través y en qué postura. Lo ideal, a mi juicio, es poder disparar sentado con comodidad, girando el cuerpo hacia un lateral, o levantarse por completo y tirar a la manera clásica; creo que en estas posibilidades radica, en gran parte, el éxito en las esperas.

Para tirar sentado tengo que incorporarme a medias, lo cual no es ni cómodo ni estable, pero es lo que hay. La ventana del puesto sería ideal para un arco de poleas o para un arma de fuego; para un recurvado como el mío, el asunto deja un poco que desear. Y en cuanto a tirar de pie, imposible del todo; si me incorporo, el ramaje del puesto me impide tanto la visión como el disparo. Bueno, al fin y al cabo, uno es perro viejo. Adelante con la espera; veremos cómo disparamos cuando entren las piezas. De algo tiene que valer llevar ya tantos tiros a la espalda, digo yo. En el peor de los casos, tengo salida a derecha y a izquierda, y desde los dos lados veo el claro con el comedero desde la protección del bosque y de la ladera detrás de mi, que estará en sombras, de manera que ya veremos qué ocurre. Nunca es una buena idea abandonar el puesto cuando las piezas están cumpliendo o en mitad de la espera, por supuesto, pero cuando lleguemos a ese río cruzaremos ese puente si fuera menester.

Cuando ya me he ubicado a mi gusto, y sin que la luz haya bajado ni un ápice aún, comienza a dejarse sentir un frío pelón. Parece mentira que sean las cuatro menos cuarto de la tarde y que el sol brille todavía con ganas, pero lo cierto es que tengo que empezar a abrigarme porque me estoy quedando tieso. En pocos minutos, parezco un Michelín de camuflaje, pero no estoy dispuesto a pasar más penalidades de las estrictamente necesarias, esa es la verdad.

El monte sigue tan silencioso como el día anterior. No se mueve ni una hoja. El aire está en completa calma, y cuando sopla ligeramente noto su frescor en el rostro. Esperemos que no cambie de rumbo para no estropear la espera. Y comienzan a pasar los minutos muy despacio. En medio de semejante quietud, es inevitable que tus pensamientos tomen la dirección que ellos deseen. Suelo repasar mi vida, pasado y presente, mis metas logradas y mi inevitable ración de empresas malogradas, de sueños rotos que yacen desparramados a mi alrededor como las piezas de un reloj descompuesto. De vez en cuando, compruebo si mis músculos responden con claridad, porque el frío es mal enemigo: es perfectamente capaz de inmovilizarte sin previo aviso y no es la primera vez que no puedo abrir mi arco después de unas horas de espera a temperaturas bajo cero. No creo que ese sea el caso hoy, pero no me cuesta nada cerciorarme de que todo marcha según lo previsto.

Sobre las cinco y media de la tarde comienza a descender la luz inequívocamente. Nos acercamos a esa hora extraña, entre el día y la noche, en la que las sombras se agigantan, cambian de forma y de sitio para confundir al cazador. El bosque protege a sus criaturas sin ejercer violencia alguna; se limita a susurrar sus hechizos al oído del hombre mientras intenta despertar el miedo atávico a la oscuridad que subyace en todos nosotros, agitando frente al ser humano su amplio repertorio de espantajos. Bien es verdad que hoy carece de una de sus armas fundamentales, los ruidos nocturnos, que habitualmente restallan por doquier con la intensidad de cañonazos y confunden los sentidos y el ánimo del valiente que espera a su presa oculto en la espesura. No obstante, la sensación de estar solo por completo, aunque sea en silencio,  sumergido en una oscuridad densa y fría, que solamente cede bajo los rayos ocasionales de la linterna o los focos del coche que te viene a recoger, rara vez deja de resultar imponente . Lo curioso del asunto es que, en circunstancias similares, la criatura más peligrosa que esconde el bosque es, sin lugar a dudas, el propio humano. Pero esto es así. Siempre se me viene a la cabeza la misma escena en situaciones como esta: una cueva llena de neandertales, amontonados los unos junto a los otros para no perder el calor, mientras fuera de la caverna llueve sin tregua y el macairodo ruge feroz su ira y su hambre: desde los orígenes de la humanidad, el hombre ha aprendido a convivir con el miedo y a superarlo, pero este enemigo incansable siempre está al acecho, buscando un mínimo resquicio para lanzarse sobre el iluso que cree haberse desprendido de él definitivamente.

En semejantes cuitas ando cuando comienzo a oír con claridad gruñidos que provienen de mi derecha. Los patas largas no han hecho acto de presencia, pero me dispongo, satisfecho, a enfrentarme con maese jabalí, un animal que parece hecho a la medida de los cazadores arqueros; al menos, eso parecen indicar los ruidos que oigo.

No muevo ni las pestañas y estoy del todo embutido en mis ropas. Ya no se ve prácticamente nada y el frío muerde con saña entre los matorrales. Los gruñidos se sienten cada vez más cerca y principian a escucharse los chasquidos de las abundantes ramitas que tapizan el suelo al romperse. Se trata de una piara, sin duda. Oigo distintos gruñidos a la vez y me relamo de gusto pensando que el espectáculo está servido. Aún no han aparecido en el comedero, pero están muy cerca, entretenidos hozando el suelo en busca de su pitanza, incansables y nocherniegos. Poco a poco, sus oscuras siluetas se asoman delante de mi puesto, apenas recortadas contra el suelo, de color más claro bajo la escasísima luz que reina en la escena. Bien, la cosa promete.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis, ahí están. Siempre discutiendo entre ellos en voz baja, irascibles, valientes y gruñones, los cerdos salvajes hacen su aparición. Incorporándome un poco, puedo distinguirlos a duras penas, pero ahí están. Comen a toda velocidad, ruidosos y glotones. No son excesivamente grandes; se trata de ejemplares del año anterior como mucho, de manera que difícilmente superan los treinta o cuarenta kilos, pero eso carece de importancia. Están frente a mi, los tengo delante; animales salvajes en plenitud de facultades a los que yo, un pobre humano, tengo que conseguir engañar para arrebatar una de sus vidas; esa es la hazaña a lograr, en resumidas cuentas. Presto una meticulosa atención a las sombras que envuelven el claro; estoy convencido de que una jabalina vieja acompaña a la piara y esa debería ser mi principal preocupación y mi presa por defecto. Puede irrumpir ante mi en cualquier momento, porque es muy posible que esté contemplando el desarrollo de los acontecimientos agazapada entre la maleza. Veremos.

Aunque hay que empezar a pensar en el disparo. Me incorporo a medias, muy lentamente, y conecto mi luz roja: imposible ver nada, los bordes del foco de luz chocan contra las ramas de la ventana del puesto y no me permiten atisbar el exterior del mismo.  Tengo que acercarme más a la pared de camuflaje y repetir la maniobra, con el consiguiente riesgo de que las piezas se asusten y salgan escopetadas hacia la espesura. Pero no tengo otro remedio, de modo que así lo hago. Tan solo un par de ellos miran el haz de luz; sus ojos brillan en la oscuridad. Ninguno se alborota ni se inquieta, buena señal. Pero los muy ladinos se alejan un tanto del comedero, es como si se pusiesen de frente a mi en vez de darme el costado. Siguen revolviéndose, comiendo y gruñendo, no obstante. Vuelvo a incorporarme a medias y comienzo a abrir el arco antes de conectar la luz; cuando ya estoy en posición, enciendo la linterna y escojo mi presa. Vano intento, ahora sí que se mosquean y corretean nerviosos por el claro. Cierro el arco y vuelta a la silla, con el corazón pegándome saltos en el pecho.

Y a la tercera va la vencida. Repito la maniobra tan despacio como me es posible y cuando me estoy centrando de nuevo en elegir mi víctima descubro que se han alejado lo suficiente como para dificultarme sobremanera el tiro, o al menos eso es lo que creo percibir. De soltar la flecha, nada; habrá que esperar un poco más. Pero la piara comienza la retirada con tanta rapidez como ha aparecido. Ni rastro de la supuesta jabalina; me muevo ligeramente hacia la izquierda del puesto, unos tres metros, sin perder de vista el claro; ya no me importa que puedan verme, oírme u olerme, pero las sombras oscuras que eran mis presas  se han ido, dejándome con las ganas una vez más. Hablando más tarde con Juancho, coincidimos en que las huellas en el suelo indican que la piara se hallaba, a última hora, a menos distancia de la que me pareció apreciar, error muy común en las esperas nocturnas. De cualquier manera, prefiero no disparar sin tener la relativa seguridad de herir correctamente a la presa. Esa es la ley entre nosotros y ha de ser acatada siempre.

Al rato, ya noche cerrada, los faros del coche de Juancho perforan la densa tiniebla que me  arropa. Agradezco el calor del interior del automóvil y mientras charlo con mi amigo vamos recorriendo el monte para recoger a Alejandro y a Bryan, que han visto caza pero tampoco han podido disparar. Así es esta nuestra afición: nada que ver con el tiro al blanco, como se verá.

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De regreso en el hotel, nadie ha soltado una flecha, aunque casi todos han visto u oído animales en mayor o menor número. Después de la cena, Juancho y Pablo nos entregan unos obsequios y Jorge nos presenta una colección de artículos de la marca Kuiu, para la cual trabaja. Son prendas de altísima calidad, muy abrigadas y ligeras, con un tamaño y un peso que las hacen ideales para llenar una mochila sin tener que pensar en el peso que le estamos añadiendo. José despliega toda su panoplia de productos de cuero español, magníficamente cosidos y hechos a mano al cien por cien: guantes, protectores, carcajs de distinta capacidad acoplables al arco, en fin, una variedad de artículos hechos con mucho cariño por este amigo logroñés.

Y acabadas infusiones y copas, llega la hora de decir hasta mañana. Habrá que volver a levantarse pronto; hay que desayunar y hacer acopio de fuerzas porque mañana tenemos por delante otra jornada de vida en el monte: tan solo nosotros y nuestros arcos para vivir un lance que puede devenir en el más intenso de nuestras vidas, por qué no.

 

Nota: la segunda foto de esta entrada es cortesía de Alberto Amador. Gracias, amigo.

 

Acerca de Leizael

Abogado, juntaletras, cazador arquero apasionado... y muy poca cosa más, creo.
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2 respuestas a Venados, gamos y cochinos, iii

  1. Como siempre un precioso relato. Un abrazo.

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